Un relato de Jesús, desde el interior del tratamiento y la recuperación. En él, nos cuenta su calvario con el tóxico legal (alcohol) y cómo decidió ingresarse sólo para aliviar el sufrimiento de su familia. Consciente de todo lo aprendido en el tratamiento, confiesa que éste es únicamente posible desde la renuncia; no sólo a las drogas, sino también a las conductas adictivas.
El relato de Jesús
Una mañana fría, tormentosa, el mar enfurecido por el viento de Levante, mi cama hacía unos meses que estaba vacía, mi mujer se había alquilado un piso para dejar de sufrir cada día las evidencias de mi consumo. Arropado hasta la barbilla, sudando como si fuera un caluroso día de Poniente del mes de agosto, y otra vez las mil promesas: que hoy no, hoy no, hoy no… Las lágrimas de la impotencia recorrían mis mejillas mezclándose con el sudor frío provocado por el consumo de la noche de antes.
A sabiendas que dentro de un rato daría comienzo la “rutina diaria” de un adicto.
Esperar hasta las 7:30 de la mañana a que abrieran el primer Cash & Carry de Estepona para comprar dos botellas de vino manzanilla con la excusa de que son para mi suegro, porque ni mi suegra ni su médico le dejan “al pobre” beber una copita. Y en la parte de atrás de una furgoneta de nueve plazas con los cristales tintados comenzaba mi calvario diario.
Pero, ¿cuándo empezó todo esto? Pues seguramente el mismo día que nací, pero sobre la etiología y la causalidad del adicto hablaremos en otro momento.
Lo cierto es que desde temprana edad me consideraba una persona un tanto especial, terriblemente inseguro, tímido. Siempre pensaba que lo de los demás era mejor que lo mío, insatisfecho aun en los triunfos escolares o deportivos. Con el tiempo (y esto ya lo aprendí en las terapias de rehabilitación a las que asistí y que sigo asistiendo) entendí que todos los adictos tenemos un sinfín de rasgos conductuales y emocionales muy similares. En realidad, nos sentimos profundamente insatisfechos con la vida que nos ha tocado vivir.
Siempre vamos a estar anhelando metas que nunca llegan. En mi caso y como
ejemplo, decir que al provenir de una familia muy humilde, en la que mi padre tenía que doblar turnos como conductor de autobuses de Madrid para sacar adelante a una familia de tres hermanos, y al no haber tenido nunca como regalo de Reyes una bicicleta, ni haber podido estrenar un pantalón Lee o unas Adidas, mi objetivo vital programado fue la consecución de bienestar económico.
¿Cuándo empezó todo esto? Pues seguramente el mismo día que nací
Cómo empezó
Antes de los 40 era millonario en euros y lejos de producirme ello la satisfacción que
siempre había soñado, se produjo un terrible vacío existencial. Es cierto que tenía y tengo dos hijos fantásticos, una mujer que no merezco y todo lo que un ser humano puede desear. Sin embargo, jamás me había sentido tan vacío. Con un vacío inmenso, creía que mi “barco vital” había llegado a puerto y aún me quedaba más de media vida por vivir y no tenía nada que hacer que me satisficiera.
Sin apenas darte cuenta, la cerveza de antes del mediodía se convierte en tres o
cuatro y, a las 6 de la tarde, al terminar el trabajo, siempre encuentras una excusa y un
acompañante para tomarte esos cubatas de recreo tras una dura jornada laboral.
Esas comidas de trabajo creadas a mi medida por y para consumir. Hasta que un día,
so pretexto de cualquier motivo creado especialmente para la ocasión, empiezan los consumos en soledad y a destiempo. En mi caso, fue la muerte de un amigo jugando un partido de pádel del que me arrogué la culpa de su muerte por haber sido yo el que propició dicho partido.
Recuerdo que tenía un restaurante de éxito en la lujosa urbanización de Sotogrande y dado que su hija era una empleada y persona de confianza, decidimos cerrar. Y tuve que ir a anular telefónicamente las reservas que había para ese día y quedarme para decirle a los clientes que fueran llegando el motivo por el que ese día cerrábamos. Ese fue mi primer día de consumo en soledad, todo un restaurante lleno de toda clase de alcohol a mi disposición.
Con la perspectiva histórica de aquel día, creo -o mejor dicho estoy seguro- de que ya
era demasiado tarde. Yo era ya un adicto, sólo necesitaba otra excusa para precipitar una situación que estaba escrita en mi destino: el principio de los consumos no recreativos.
En ese momento, dará comienzo el apocalipsis diario en que se convertirá la vida de
un adicto. Curiosamente, cuando empiezas a ser consciente que tienes una enfermedad, es cuando ves que es imposible controlarla, es imposible parar de consumir. Te sientes impotente cuando cada día eres incapaz de cumplir la promesa de no consumo que te haces cada mañana, ver la dulce cara de tu hija llorando preguntando: ¿Por qué Papá?
Prometer que nunca más, coger una copa visualizando la hermosa cara de esa criatura y no ser capaz de renunciar. Cualquier adicto o cualquier familiar sabe de lo que estoy hablando, y se podrían escribir millones de libros con esas terribles experiencias. Sentir cómo todo por lo que has luchado se desmorona, hasta lo más preciado: El amor de nuestros hijos.
Pues hasta eso lo usaremos como excusa para volver a consumir.
Pero (y menos mal que siempre hay un pero) sí se puede dejar el alcohol. Nosotros,
los adictos, somos los primeros que queremos dejar la vida de consumo que llevamos, pero no queremos dejar de beber, en realidad nos encantaría que nos enseñasen a beber con moderación. Eso nunca volverá a pasar. Estamos cansados de la vida de mentiras y patrañas que llevamos, del deterioro físico y social que padecemos.
REndirse
Y un buen día, derrotado, denostado, enfermo, débil, con mi autoestima por los suelos, con mal aspecto físico y ante la presión de los míos, tocas fondo y te rindes. Ya sabía que no podía seguir bebiendo cada día, comprobar cómo me iba destruyendo a mí mismo y a todo aquello por lo que había luchado: Mi familia, mi trabajo, mi ética, mi patrimonio… No me quedaba nada.
Un ser cuasi inerte, destrozado, roto, vacío.
Una búsqueda por Internet, un centro, una primera entrevista. Aún me quedaba cierta
lucidez, pero incluso aquella mañana de enero puse el despertador muy temprano para
“administrarme” mis dosis, desconociendo cuándo sería mi próxima ingesta.
Mi familia me estaba obligando a internarme en un centro. Era lo menos que podía
hacer por ellos, les daba un respiro, pero sobre todo, un halo de esperanza. Aún recuerdo aquella primera entrevista, alguien que no me conocía de nada conocía mejor mi compleja y maltrecha cabeza que yo mismo. Me sentí comprendido: “Esta gente sí sabe lo que me sucede”. Esa tranquilidad tornó en, cuando menos, escepticismo cuando entregué mi móvil, me suspendieron el contacto exterior. Esa misma tarde, asistí a mi primera terapia grupal. “La adicción es una enfermedad…”, escuché. ¡Qué alivio!; no estoy loco.
A través de las terapias vamos aprendiendo cómo funciona nuestra enfermedad.
Contando y escuchando las experiencias y sentimientos de cada uno de nosotros. Pero, ¿es una enfermedad? Rotundamente, sí. Y lo que es peor, es mental. Por intentar explicarlo de modo sencillo: Es como si nuestra capacidad de decisión (situada en el córtex cerebral) fuese jaqueada por nuestro cerebro medio (que ha conseguido incrustar la necesidad de drogarnos
en el mismo lugar donde tenemos situados los instintos primarios de supervivencia del ser humano). De modo que la decisión de drogarnos no pasa por un proceso racional susceptible de decisión, sino que se trata de un instinto primario que excede de la razón, como lo pudieran ser el hambre o la sed.
No podía ser de otra manera si observamos el grado de autodestrucción al que llegamos, ni el irreparable daño que dispensamos sobre todo a nuestros seres queridos. Efectivamente, y este descubrimiento sí que genera alivio, no somos unos psicópatas inmunes al dolor que causamos, simplemente, somos drogodependientes.
Pero, ¿por qué yo y en este momento y no antes ni después? Sobre la etiología de la adicción y su causalidad influyen muchos factores de riesgo que convendría analizar muy en profundidad, pero por mencionarlos someramente estarían:
- Predisposición genética.
- Entorno familiar y sociocultural.
- Consideración de las drogas en ese entorno.
- Facilidad de acceso a la sustancia.
El alcohol constituye un miembro más de nuestra cultura mediterránea, toda celebración lleva implícito el consumo de alcohol. Por esta misma razón, la rehabilitación será más compleja. Todos podemos visualizar el horror de las drogas “ilegales”, sin embargo, cuesta mucho trabajo dotar de dramatismo a la ingesta de “una cerveza fresquita”. Desanclar el recuerdo placentero de esa ingesta y convertirla en lo que realmente es: Aquello que me ha podido matar, que me ha destrozado a mí y a mi familia.
Nosotros, los adictos, que en la mayoría de los casos hemos tenido una predisposición genética muy acentuada, hemos estado consumiendo alcohol como el elemento socio cultural que constituye. Hemos estado expuestos a los desarreglos químico-cerebrales que implican el consumo de alcohol. Y seguramente esté en el origen de esos desajustes la propia etiología de la adicción.
Nuestro cerebro segrega naturalmente una serie de sustancias artífices o protagonistas de nuestro bienestar: Dopamina, serotonina, melatonina…Convengamos que cada individuo tiene un umbral distinto de bienestar (equilibrio hedónico), de modo que nos encontraremos a sujetos felices sin nada e infelices con todo. De forma que los que definiríamos más felices lo son con independencia de la objetividad de sus circunstancias, porque están satisfechos con las hormonas que su cerebro genera, y los más infelices, lo son precisamente porque su cerebro cree tener un déficit de esas sustancias. No conviene olvidar que, además, todo esto está sucediendo en el interior de un cerebro; es decir, él mismo está obteniendo conclusiones sobre su propio estado.
La cultura del alcohol
Está culturalmente aceptado el tomarse unas copas a la salida de una dura jornada laboral, y todos hemos experimentado el bienestar que produce la desinhibición de una conversación “con copitas”. En ese momento, lo que en realidad está sucediendo a nivel bioquímico en el interior del cerebro (cualquiera que pudiera ser la sustancia psicoactiva incluida, por supuesto, el alcohol) es un desmesurado aumento de dopamina, que trae como consecuencia una dulce sensación de bienestar.
Y todo esto estaría bien, si no fuera porque los adictos somos extremadamente sensibles a estos “subidones”. Todos tenemos un perfil emocional (incluso antes de
convertirnos en adictos) similar, con baja autoestima, y relativamente insatisfechos con la vida que llevamos, aún habiendo logrado reconocimiento social y económico.
Esa hipersensibilidad a los bruscos aumentos de dopamina, que naturalmente
provendrían de situaciones cotidianas, es el factor que nos hace genéticamente vulnerables.
Nuestro cerebro ha encontrado una fórmula sencilla y eficaz para alimentar convenientemente nuestro circuito de recompensa: El alcohol. El placer, la recompensa recibida, modula a su antojo la memoria cuando el fruto responde a las expectativas.
Las drogas, en cualquiera de sus formas, producen ingentes cantidades de dopamina,
por lo que se consumirán de forma persistente a pesar de las consecuencias negativas del consumo. Y, en su ausencia, el organismo las buscará en otros comportamientos que también generan dopamina, tales como la comida, el sexo, el juego, etc.
Poco a poco, y sin darnos cuenta, a lo largo de años de consumo todo nuestro infinito circuito bioeléctrico químico que hay detrás de cada una de las pequeñas acciones y decisiones que tomamos de forma cotidiana va tornando su funcionamiento, al estarle alimentando día a día con una dosis extra de bienestar, que finalmente prostituirá todo su funcionamiento.
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